Mi museo de la magia (14): libros llenos de historias casi olvidadas

En mi museo hay una colección de libros extraños, agotados, inencontrables. Algunos son técnicos, otros de relatos, algunos biográficos. Por ejemplo éste que en España se editó en 1927

Mi exposición de magia viaja a casas de cultura, festivales de magia, centros cívicos, etcétera. Si tienes interés en llevarla a tu ciudad o evento escríbeme a navarcadabra@iurgimagia.com

El «magnetizador» que engañó al criminólogo

El periodista y el mago llevaban un buen rato de animada conversación sobre el arte de engañar al intelecto. Estamos en enero de 1921, en París y el mago Dicksonn, retirado tras cuarenta años de profesión empezaba a sentirse molesto, el periodista de La Opinión insistía en que a él no le gustaba la magia y que solamente por lo extraño de que el artista publicase un libro con secretos profesionales al alcance del gran público le había llevado hasta él.

La sobremesa era algo incómoda para el mago. «-Le comprendo perfectamente amigo mío, usted es periodista, un profesional de lo detectivesco. Solamente quiere explicaciones. Por eso no puede disfrutar del ilusionismo. Porque el objetivo de un buen ilusionista no es engañar a su público, sino que ese público, dando por cierto que la magia en un escenario no es más que la falsa explicación de la física recreativa, se deje llevar a un mundo de fantasía en vez de estar buscando la explicación a lo que ve. El mago señala a la Luna y el público mira a la Luna, pero algunas personas por su profesión o por su carácter prefieren mirar al dedo y se pierden el disfrute de las vistas lunares, aunque sean las de una Luna en un telón pintado». Paul Henré se sirvió un poco más de cognac y Dicksonn disimulo un gesto de desaprobación. «Entonces, ¿usted espera que publicando algunos secretos de fakires, ilusionistas y médiums el público deje de preguntarse por los secretos? ¿Cree que una vez que usted les explique que la Luna es de mentira ya no miraran al dedo? ¿No comprende el malestar entre los profesionales en activo?» Una pregunta se sucedía a otra sin esperar respuesta. Dicksonn sabía que el periodista ya se había formado una opinión. Cualquier intento de interrumpirle para responder solamente serviría para que recrudeciese el bombardeo de preguntas. Así que hizo como que no deseaba contestar, cosa que hizo callar al periodista creyendo que había vencido. A fin de cuentas Dicksonn sabía que su libro no había caído bien entre sus colegas y aquel periodista solamente deseaba leña en el fuego, pero él deseaba explicarse sinceramente en el periódico.

«Verá, no es el primer libro que publico sobre mi arte. Aquí revelo tres tipos de misterios; secretos personales de mi invención y por tanto de mi plena propiedad para evitar que los estafadores los hagan pasar como magia legítima y no teatral. Y también secretos de la mediumnidad y del fakirismo que tan de moda se han puesto, sobre todo desde que termino la Gran Guerra, no para el entretenimiento artístico, sino para el engaño de incautos -ahora era Dicksonn el que no paraba de hablar, vigilando, eso sí la velocidad del lápiz de Monsieur Henré, no fuera a ser que no recogiese bien sus palabras-. Desde luego el secreto de nuestro arte ayuda a disfrutarlo y muchos colegas se quejan cuando alguien revela alguna de nuestras técnicas. Sin embargo no es eso lo que de verdad daña a la profesión, porque mire, ¿acaso pierde interés acudir a una representación de Edipo Rey  cuando todos sabemos desde hace por lo menos 2.000 años cómo en cada representación Edipo se engaña, mata a su padre y se arranca los ojos. ¿O esperamos que alguna noche Edipo nos cambie el argumento? No, solo no lo esperamos sino que no lo deseamos. A muchos colegas en cambio no les preocupa la proliferación de pseudoartistas, desalmados que roban el dinero de sus víctimas y sobre todo manipulan sus esperanzas y deseos mientras no se revelen los trucos del oficio. Solo que ese no es el oficio. No el mío, desde luego. Creo de utilidad pública instruir a la población que acude a los teatros y gabinetes en este punto y no otra cosa pretende mi libro».

«Sin embargo usted no puede hacer que todo el público tenga una instrucción suficiente para entender como son las cosas. Siempre habrá personas ignorantes que se dejen engañar». El mago sonrió por primera vez en mucho rato; «precisamente es lo contrario. Quienes más instrucción tienen buscan en su repertorio de conocimientos las explicaciones a nuestros misterios y como no las encuentran acaban por ser más crédulos. Póngase cómodo ¿más cognac?»

Diksonn acababa de recordar una anécdota ilustrativa. «Me gustaría decirle que voy a contarle una historia compleja, larga y amena. Por el contrario, será breve, sin sustancia, pero muy ilustrativa de cómo uno de los más grandes sabios de Europa fue engañado por un falso magnetizador, un magnetizador de teatro que hubiese sido descubierto y apaleado en una barraca de feria, pero en cambio en el estudio del sabio no fue desenmascarado», «No sería tan sabio», «Le aseguro que es uno de los mayores científicos del siglo XIX y que una persona puede ser muy instruida y competente en un campo del saber y completamente ignorante o crédula en otros asuntos. Pero permítase ir al suceso. ¿Usted recuerda a Pickmann? ¿No? El tiempo es injusto pero le aseguro que muchos de sus lectores todavía hablarán de él en las tertulias de estos asuntos. El caso es que nada menos que Cesare Lombroso, el más célebre médico antropólogo criminalístico de todos los tiempos, quiso recibir a Pickmann, para ver si era cierto que éste podía ejercer sobre las personas la influencia de eso que Charcot llamó magnetismo animal y que todavía de vez en cuando suscita la curiosidad de las Academias de Medicina, a pesar de su descrédito. En efecto, el magnetizador le dispuso de espaldas pues la influencia magnética se ejerce con más facilidad en los nervios de la columna vertebral que sobre otros tejidos. Al cabo de unos instantes Lombroso sintió una atracción persistente e inevitable hacia el operador. A resultas de ello elaboró un informe a la Academia describiendo la veracidad de la experiencia, con toda clase de elogios.» «¿Y bien?» «Se me ocurre… Voy a interrumpir aquí mi relato. Le propongo una diversión, Pickmann todavía vive, aquí en París, apenas sale de su domicilio al estar recluido en una silla de ruedas. Estoy seguro de que antes de que acabe este mes de enero podrá recibirnos. Mientras tanto le dejo el pasatiempo de especular cómo pudo engañar a un científico de tanto crédito, con tantos reconocimientos en tantas universidades del mundo y conocedor del alma humana y sus engaños como director del manicomio de Pavía. Le aseguro que le gustará a usted contarlo en su periódico».

Como había hecho años antes cuando se confió a Dicksonn, Pickmann relató con regocijo cómo engañó al sabio. La historia apenas se salda con un párrafo en el libro  (editado en España en 1927) pues era cierto -como he dicho- que todo fue breve, sin sustancia, aunque ilustrativo y Paul Henré recogería la historia en su periódico (enero 1921): estando Lombroso de espaldas y por tanto privado de verle accionar, le bastó al magnetizador con… tirarle al científico de la chaqueta. La única influencia que se ejerció aquel día fue el propio deseo de asombrarse.